lunes, 30 de junio de 2008

Atisbo al primer cuento






Oráculo primero (fragmento)




Fábula de un hombre serio


Ahora la casa estaba en silencio, muerta, los cuadros enmudecidos: una semana exacta de no escuchar puertas abriéndose ni pasos a lo largo del zaguán o la sala; solo la araña lo mantenía despierto, suspendida de su hilillo transparente, monstruosa y quieta en el recodo junto a la ventana. Tenía ese aspecto de recuerdos inútiles, de esos que aparecen de repente, cuando menos se desea y manchan de ansiedad las soledades tranquilas. Al levantarse siempre se quedaba mirándola trepar por la telaraña, ágil, delicada, octuplicando las cosas, y miraba asimismo la silla de su alcoba, tan simple, con sus maderas y sus barnices intactos. “¡Félix, Félix!”, le decía continuamente el eco de su abuelo, como si lo contemplara desde la silla, enorme, aquel cuerpo de toro que se sale de los límites del suyo, demasiado enclenque, demasiado citadino (su cuerpo), aun cuando es mejor que el de su padre: tan poca cosa, esmirriado y lleno de cardenales y los estigmas de una vida insana. “Siéntate conmigo, ven pequeño, de un salto, da un salto, enséñale a tu abuelo cómo brincas”. Pero al sentarse tantos años después debe acomodar sus carnes para que no resbalen por la silla; ese y así es su cuerpo, ya fofo por falta de ejercicios, de verdaderas fatigas físicas. “Es una lástima” se había dicho “no haberlo tenido más chico, se hubiera visto tan bien en la silla”. Entonces le recorría con la mirada los bordes y después los espacios vacíos, los intersticios por donde se cuela el aire, quitando luego mentalmente la silla y dejando solo en sus retinas la imagen parpadeante de las oquedades. Le parecieron tan cortos los dos años que Alejandro estuvo en la casa, y a pesar de ello experimentó toda clase de sentimientos, emociones, actitudes. “Haberlo tenido más chico” se lamentaba, porque ahora todo era lo mismo de antes: las mismas paredes, la cama, las mismas intercambiables hormigas que miraba por horas atravesar la habitación con los verdes sombreros de la tarde.
Había esperado desde el amanecer una presa para la araña -Hoy sí caerá algo- se decía muy seguro, hasta que al fin la oyó aproximarse, tal vez desde la cocina y entonces junto con el zumbido aquel recorrió de memoria la casa que sintió tan ajena los meses pasados. Alejandro significó un abrupto reencontrarse, escuchar de nuevo risas, memorias enmohecidas y desfiguradas, el revivir de todos sus sinsentidos e inconclusiones, falazmente ocultos por el engaño. El insecto voló sobre su cabeza esquivando la proximidad de su cabello. Era de un verde eléctrico, rechoncho, de ojos esféricos y demolía su laxitud de siglos, haciendo ruinas todo su imperio de telarañas y sombras.
Solía escuchar a su sobrino prepararse el desayuno cada mañana siempre alrededor de las siete. Pero él no iba jamás a la cocina, la había perdido, por lo que prefería quedarse en su cuarto, oliendo el aroma del queso derritiéndose en las tostadas y haciéndosele úlcera en su estómago vacío. No salía sino hasta el mediodía, cuando se quedaba solo. Entonces abría la puerta y se alejaba de prisa hasta perderse de vista. Al regresar era muy avanzada la noche y para entonces Alejandro ya dormía. Entraba casi a oscuras, palpando el camino hasta su alcoba, que luego aprendió de memoria pues se acostumbró a la poca luz que llegaba de las lámparas de la calle. Así se escurría en la penumbra, como un topo bajo un huerto de nabos.
Como también tenía baño en su habitación no usaba el otro, el de Alejandro. En cambio pereceaba sobre la cama, cruzando los brazos bajo la almohada y mirando las hormigas en estricta hilera sobre la cornisa del cielo raso. “Soy un hombre serio” se repetía muy a menudo, y la verdad lo era, aunque lastimosamente en exceso. Nunca nos dijo por qué. Había acumulado una variadísima colección de libros con los que se perdía a sí mismo durante semanas completas, sin enterarse siquiera de si continuaba vivo. Cada vez se exilaba más en sus islas incomprensibles llenas de laberintos y criaturas inimaginables, planetas enteros con sus soles y leyes sui géneris, sumergiéndose en sus mares vastísimos, nadando desnudo y comiéndose los frutos que crecían en la espuma de las olas o en árboles flotantes y de raíces como cofias bajo las aguas. Pero al regresar al siguiente día, en su lugar siempre encontraba una rosa creciendo desde el ojo de una hoguera, y otra vez en su cuarto se notaba enfermo y con la barba extraordinariamente crecida, y de nuevo oía los pasos de Alejandro apoderándose de otra sección de la casa, tan familiar e ineluctablemente voraz, aunque la realidad era muy distinta, una gigantesca mentira, tan solo ideas, una ficción por él mismo inventada.

1 comentario:

JZ dijo...

hola Manuel:

Hoy me pasee por tu blog, y que rico fue el recorrido de tus letras.

Recibe un abrazo.