martes, 1 de julio de 2008

Atisbo al octavo cuento





Y se fue con la lluvia (fragmento)


Aquel hombre había llegado justo cuando almorzábamos, extrañamente seco, a pesar de la lluvia que desde muy temprano caía. Quizá fue la abuela Chola la primera en verlo, justo antes de desplomarse sobre la sopa de lentejas mientras la abuela Lay se llevaba a la boca una cucharada del espeso caldo. Luego miramos los demás hacia la puerta, en cuyo umbral estaba él de pie, silencioso, apenas con una pequeña valija de cuero.
-¡Pase, pase por favor!- dijo la abuela Lay, por fin levantándose de la silla -pase, que se moja-. Pero el hombre siguió inmóvil, ahora mirando la escena con una como antiquísima presencia de luz entre el bullicio de las gotas que perforaban eternidades en aquel extraño día de diciembre. Luego confesaría que se llamaba Teodoro, y nada más. Era de muy poco hablar y comer, como bien lo reflejaba su delgado cuerpo, fuerte y consistente, pero de carnes magras. En eso, me dije -que por entonces tendría nueve años- se parece a la abuelita Daisy, que en el momento de su arribo estaba en la cocina.
La abuelita Chola nos visitaba aquel día desde buena mañana, oronda en traje de domingo, pues aunque decía ser atea, sabíamos que venía de misa de seis. Desde que se hallaba sola solía frecuentar las visitas a sus hermanas, cada vez con mejor semblante, como si la soledad le sentara bien. Efraín, su esposo, se había marchado al extranjero por razones médicas, aunque no fuera su mal, acaso, más que deseos de soledad, lejos de aquella mujer de ojos picantes y diminutos, que le pedía hasta la última cuenta de lo que hacía, sobre todo si mediaba dinero.
El año pasado, la abuelita Daisy y yo habíamos estado una semana en casa de Efraín, en donde un algo desconocido zumbaba siempre, incluso en el patio. Tal vez eran los transistores del viejo televisor en el que, sin falta, veían los viejos las películas de Harold Lloyd hasta desternillarse de risa frente a imágenes mudas y de movimientos inesperados, tanto, a lo mejor, como el vaivén de las largas tiras de cuentas multicolores que a modo de cortinas colgaban de los interminables cuartos sin habitantes (todos alrededor de la sala de estar) y de cuyo interior salía una brisa fría y alcanforada.
Desde semanas atrás, la abuela Chola había estado más triste que de costumbre, ni siquiera fumaba, y todo ello desde que recibió la noticia de la muerte de Efraín, en esa lejanía que él mismo eligió, como si hubiera querido retornar a la soledad de la que había venido.
-Venga, venga, por aquí- se levantó a decirle la abuelita Lay a Teodoro, sin percatarse de la hermana desplomada sobre la sopa de lentejas.
-Lala- interrumpió la abuelita Daisy, susurrándole en el oído bueno- creo que está muerta. Mirála, mirála... Nunca le gustaron las lentejas.
Aquello era cuestión de tiempo, no hubo sorpresa alguna.
-¡Ay Daisy!- dijo entonces la abuelita Lay con apenas resignación en sus ojos. -Vamos, hay que arreglarla y darle la noticia a Mario.
Teodoro se quedó sólo en la sala en medio del galimatías del almuerzo. Yo, algo confuso, salí a jugar con Mafalda al patio. Ya no llovía. Mafalda corrió de regreso a la sala enlodando la alfombra y se detuvo súbitamente frente al visitante, mirándolo en silencio. Aquel día no lo supe, pero ahora que lo pienso, diría que frisaba los cuarenta, aunque si miro de nuevo el rostro que mi memoria guarda, diría que era un hombre en el que el tiempo apenas dejaba huellas.

1 comentario:

Adriana dijo...

Me encantó tu cuento y el modo que usas los recursos para enriquecer una situación que podría ser cotidiana o si interés. Excelente lo tuyo!!! en realidad me atraen las situaciones o personajes fantásticos que hacen más interesante una obra. Felicitaciones!! Hasta pronto,espero verte por mi página